La vida de los esenios estaba perfectamente organizada como jerarquía. Algunos de ellos vivían en villas rodeadas por una pared baja, completamente separados de las ciudades, en medio de la naturaleza.
Su vida era simple, austera y piadosa, y transcurría entre el ritmo de las estaciones, los días de celebración y los visitantes.
Otros vivían en las ciudades, en grandes edificios que pertenecían a la Comunidad y que les servían al mismo tiempo como vivienda, albergue y hospital.
Sin duda, dedicaban su tiempo y sus actividades a sanar a los enfermos y a dar hospitalidad a los extranjeros que pasaban por el lugar.
Algunos recorrían los caminos, circulando las noticias y llevando las informaciones a todos los centros en cada país.
Fue así como el Maestro Jesús pudo llegar a otros por el mundo, beneficiándose de tan detallada organización, que funcionaba a la perfección.
También estaban los que residían en la escuela-monasterio, situada en lugares escogidos según el conocimiento de la tierra de la luz, y de las puertas que existen entre ésta y la tierra como la conocemos. Los esenios que vivían en estos «templos» eran casi siempre célibes.
Cuando un individuo de fuera de la orden pedía ser admitido a ésta –después de la verificación de ciertas aptitudes para la vida interna– el candidato tenía que practicar una especie de meditación.
En completa calma, examinaba su vida pasada con toda claridad, para poder hacer un recuento objetivo de la sabiduría adquirida. Tenía que discernir entre los impulsos que había recibido del «cielo» y los de «su ángel» durante su infancia y a través de su vida, y observar la forma en que había respondido. ¿Trató de alejarse de ellos o se mantuvo fiel?
Mediante ese análisis, se forjaba un nueva relación con el mundo superior del espíritu en libertad, y el candidato era llevado a conocer sus propios errores –la causa de todo su sufrimiento.
De esta forma, podía efectuar cambios dentro de sí, tomar el control de su vida, hacerse responsable en el sentido iniciático de la palabra, y prepararse en forma efectiva y con plena conciencia para entrar en la Comunidad de la Luz.
Así entraba al mundo sagrado del sendero real.
Después de su iniciación, que lo convertía por completo en un Hermano (o Hermana) de la Comunidad, el recién llegado recibía, junto con sus blancas ropas de lino, una misión que debía desempeñar durante su vida.
La misión tenía un propósito, una orientación que nunca debería abandonarle y que era una forma de unirlo a Dios y hacerlo útil para la tierra y para la humanidad. Nunca debería separarse del hilo conductor de esa misión.
Esto era lo que le daba un significado positivo a su pasaje en la tierra y lo convertía en un verdadero ser humano. Para la Escuela, ser hombre era llevar dentro de sí una hermosa luz –para ofrecerla a la tierra, a sus habitantes, y a sí mismo.
Las ropas blancas eran la materialización del poder del bautismo y de la pureza del alma, que lo protegerían de las muchas contradicciones del mundo.
El cayado o bastón, que también recibía en esta ocasión, simbolizaba el conocimiento de las leyes secretas de la vida y su capacidad para utilizarlas armoniosamente por el logro exitoso de su tarea.
También se requería que tomara el juramento de respetar la tierra como ser viviente, sagrado e inteligente. Para mantenerse en contacto con ella, para honrarla y participar en su sana evolución, debía tener sus pies en contacto con la tierra –y algunas veces, incluso su cuerpo entero. Por eso los esenios frecuentemente andaban descalzos.
Había que tener por lo menos 21 años para poder recibir esta iniciación.
El conocimiento viviente de las leyes de la reencarnación (las leyes de la evolución y la compasión) y las leyes del destino (las leyes de causa y efecto) permitían a los hierofantes escoger la misión que correspondía exactamente al trabajo que cada alma que venía a la tierra tenía que desempeñar.
Para cumplir esta misión en particular, el Hermano (o Hermana) con frecuencia tenía que enfrentarse a sí mismo, tenía que interrogarse, y que buscar la asistencia del Espíritu Santo. Se le daban técnicas para ayudarlo. Por ejemplo, tenía que examinarse a sí mismo y observarse con mucha frecuencia.
Periódicamente, tenía que revisar su vida –observar la forma en que ésta transcurría ante sí, imagen por imagen, como las páginas de un libro: «¿Era lo que veía en este libro digno de ser incluido en el Gran Libro de la Vida?»
Cada pensamiento, cada sentimiento, cada acto, y también sus motivaciones, tenían que estar claramente delineados «en blanco y negro».
Entonces, tenía que determinar si la idea de la misión, el más elevado ideal, había sido la fuente. Los Maestros Esenios conocían por experiencia cuán pronto uno puede desviarse del sendero de la luz y perderse, incapaz de encontrar el camino de nuevo.
La tarea del neófito era simplificar todo dentro de sí para convertirse en uno con su ideal. Si este ideal solamente brillaba en forma intermitente, como si quisiera llamarlo al orden, entonces eso no era una buena señal.
Había algún problema albergándose dentro de él, y de inmediato tenía que esclarecer su vida para poder mantener vivo y puro su vínculo con el Altísimo, el sol de su alma. Para él, ésta era la fuente de toda sanación, de todo el auténtico poder sanador.
La necesidad de purificarse constantemente –lavándose los pies, las manos y el cuerpo–era muy importante para los Hermanos y Hermanas. Ellos se purificaban física y espiritualmente antes de entrar a la casa de alguien, al comenzar el día, y antes de cenar, o de orar.
También lavaban a otros los pies en señal de amistad, y cultivaban la idea de que tenían que cuidarse los unos a los otros, como mismo el Padre de todos cuidaba de ellos.
También se bendecían unos a otros imponiendo las manos sobre la cabeza, para poder siempre estar unidos en la luz y reforzar el amor que fluía entre ellos.
Poseían una avanzada ciencia al hablar y podían curar ciertas enfermedades mediante la entonación de sonidos. Desde la infancia, aprendían a hablar en tono suave y a controlar sus palabras.
Extracto tomado de Los Esenios y Las Enseñanzas de Jesús el Esenio, de Olivier Manitara.